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Los carniceros y los pescaderos fueron los primeros en diferenciar, por razones de higiene, un espacio para la venta y otro para la conservación y el almacenamiento del producto.

La ciudad recibía importantes cantidades de pescado, tanto de la costa avilesina como de los ríos Nora y Nalón, lo que permitía a sus habitantes introducir dicho producto en su dieta alimenticia diaria.

El pescado de mar debía exponerse en los bancos del azogue nada más llegar a la ciudad, mostrándose a los vicarios encargados de ello antes de ser descargado y castigándose con la pérdida de vecindad la costumbre de “apartar” el pescado y dejarlo en casas particulares.

La sardina, el congrio y la merluza fueron las especies básicas de la producción pesquera, junto con el salmón, muy abundante en los ríos asturianos.

La pescadería estuvo sujeta durante toda la Edad Media al control directo del concejo, que nombraba un visitador, encargado de vigilar el mantenimiento y garantizar “que el pescadero cumpliera todo aquello a lo que está obligado”, incluyendo la higiene y limpieza de la ciudad. Por ejemplo, estaba prohibido, tener el pescado en la ciudad más de dos días en verano y tres en invierno.

Dada la facilidad de descomposición de estos productos, el pescado se vendía seco o fresco remojado.

Para hacer posible su consumo, el pescado seco sufría un proceso inverso al de la conservación, volviendo a ser humedecido para su cocinado posterior. Teniendo en cuenta que no existía agua corriente en las casas, el pescado se vendía ya remojado, poniéndose en agua dos o tres días antes de la venta para que cogiera la humedad suficiente que le permitiera ser consumido después.

Al igual que sucede en con el oficio de las panaderas, tradicionalmente destinado a mujeres, también lo estaba la venta ambulante de sardinas.

También intervinieron las autoridades ovetenses en el acondicionamiento de los lugares de venta y provisión de alimentos, habilitando edificios como la plaza del pescado.